Queridas y queridos, os tengo un poco olvidados, tanto aquí en el
blog como en
Google+ y en
Facebook . Como sabéis todos los que tenéis la paciencia de leerme, estoy trabajando contrarreloj en un libro autobiográfico, que espero sacar a la luz a finales de diciembre de 2015. A modo de compensación, publico esta nueva entrada, que es un fragmento extenso del tercer capítulo del libro (que lleva por título
Roma, ciudad de curas y rameras), y que narra una de las experiencias que he vivido con uno de los muchos hombres y mujeres a los que podría considerar
follamigos.
¡Espero que la disfrutéis!
Nada más cruzar la puerta, Klaus me agarró por la cintura y me cascó un
beso con lengua que me acarició la campanilla. Sentí su agitada respiración sobre
mi rostro. En su entrepierna, que se insinuaba sobre la mía, se adivinaban un
deseo y un vigor explosivos. Miré de reojo a Greta. Peter –así se llamaba el
segundo aspirante a ingeniero-, se habían sentado en el sofá y conversaban
amigablemente. No era lo que yo tenía pensado para ella, pero menos es nada;
había hecho todo lo que estaba en mi mano para iniciarle, y ahora la pelota
estaba en su campo. Klaus me tomó de la mano y me acompañó al dormitorio.
- Irma, dulce Irma… - me susurró al oído, marcando las “r” de mi nombre
al modo germánico.
Deseaba ver desnudo a aquel hombretón. Le desvestí en un santiamén, y le
contemplé tal y como había llegado al mundo. No en vano, en algunos momentos de
la historia, los alemanes se habían sentido una raza superior. El metro noventa
de puro músculo de aquel titán rubio de ojos claros era, al menos físicamente,
muy superior a lo que hasta entonces yo había conocido. Su miembro parecía más
un ariete dispuesto a derrumbar cualquier muro que una simple polla tiesa,
inmensa en longitud y grosor. Incluso sus nalgas, el punto crítico en la
mayoría de hombres, lucían esplendorosamente bien trabajadas, turgentes y
firmes. Si aquel chico era capaz de utilizar en la cama todo aquel poderío, iba
a proporcionarme más placer del que jamás había soñado.
No esperó mi invitación para empezar el festival. Dando un paso
adelante, me puso las manos sobre los hombros suavemente, y con un guiño me
indicó que me pusiera de rodillas. Cuando me tuvo a su alcance, metió la verga
en mi boca, tanteando mi capacidad bucal, entrando y saliendo lentamente,
dejando que segregara la saliva que ya empezaba a derramarse sobre mi cara.
Sabía lo que venía a continuación: quería follarme la boca, y yo lo deseaba con
locura. Tomó mi cabeza entre sus manos, fijándola, y empezó a bombear con
fuerza, obligándome a engullir aquella polla monstruosa una y otra vez, adentro
y afuera, como si fuera mi coño y no mi boca lo que estaba penetrando sin
tregua. Sabía lo que deseaba, lo que ansiaba con todas sus fuerzas: en apenas
un par de minutos, aquel superhombre reventaría en mi interior, derramando un
torrente de semen que me rogaría, me suplicaría, tragara hasta no dejar una
sola gota. No se lo iba a conceder. Quería ese manubrio dentro mío durante
mucho más tiempo.
Me la saqué de la boca, dejé caer un buen chorro de saliva sobre ella y
le pajeé con ambas manos. El sudor cubría completamente el cuerpo de Klaus;
dejé de masturbarle y lo recorrí hasta bebérmelo todo. Ahora era su turno,
quería saber si estaría a la altura de mis expectativas. Mientras me desvestía,
agucé el oído, intentando captar algún sonido de la habitación contigua, pero
sólo me llegaron unas risas apagadas.
Me tumbé en la cama boca arriba, abrí las piernas y arqueé la espalda,
abriendo mi sexo y mostrándoselo descaradamente.
- Tu turno, amor…
No se acobardó, ni siquiera al pasar la mano por encima y sacarla llena
de mis jugos, que desde hacía rato manaban abundantemente. Se arrodilló ante
mí, tomó mis glúteos en sus manos inmensas y me elevó, llevando mi coño hasta
su boca. Joder con el alemán, hasta en aquello era bueno. Pese a su juventud, movía
la lengua con una habilidad sorprendente, paseándola por los labios, bordeando
juguetonamente el clítoris, que succionaba y mordisqueaba cuidadosamente. Me
estaba encendiendo como a una perra en celo. De haber sido un tío, me habría
corrido ya. Entonces, llegó algo inesperado. Sin dejar de lamer, introdujo un
dedo en mi ano, suave pero firmemente, y empezó a entrar y salir al mismo ritmo
que su lengua subía y bajaba. Era un placer nuevo, en el que se confundía el
origen de las sensaciones, que se fundían en una sola.
Gemí y jadeé, deseando que aquello no terminara jamás. Pero Klaus tenía
todavía una carta escondida. Sin dejar lo que estaba haciendo, introdujo un
segundo dedo por mi vagina, y la tanteó hasta hallar lo que buscaba; no me
preguntes qué tocó, pero lo cierto es que parecía haber accionado un resorte
oculto, un algo misterioso que multiplicaba e intensificaba las sensaciones de
una forma brutal. Me estaba penetrando anal y vaginalmente a la vez que me
regalaba un cunnilingus. Paré hasta de respirar. El orgasmo llegó rápido, fue
imposible detenerlo. Por lo general, soy capaz de controlar su llegada, y
apartarme a tiempo si lo deseo, prolongando así el placer. Aquella vez, sin
embargo, una oleada eléctrica me sacudió de pies a cabeza, obligándome a
encogerme sobre mí misma para que los espasmos de mi cuerpo no fueran tan
violentos. Klaus se separó de mí y me contempló, satisfecho.
- Todavía no ha terminado, preciosa – sentenció, marcando duramente la
“r” de “preciosa”.
No me dejó recuperarme. Armado con aquel mástil de acero que lucía entre
las piernas, me volteó en la cama, hasta situarme boca abajo. «¿Me va a penetrar ahora?, no sé si podré aguantarlo».
Abrió mis nalgas hasta dejar el orificio anal completamente expuesto, y
escupió sobre él.
- ¿Algún problema? – preguntó con aquel peculiar acento, aunque parecía
no esperar respuesta, que de todos modos nunca llegó.
La polla entró en mi culo limpiamente –si se puede utilizar esta
expresión cuando hablamos de sexo anal-. Me lo había estado trabajando a
conciencia durante el cunnilingus, dilatando el esfínter con aquel dedazo tan
grueso como muchos de los penes que me he encontrado durante años de relaciones
sexuales de todo tipo. Di un respingo, y empecé a dejarme llevar, otra vez.
Me embestía con fuerza, sin llegar a la violencia. Aquella verga de
dimensiones tremendas alcanzaba lo más profundo de mis entrañas, paseándose por
rincones donde ninguna otra había llegado antes. Klaus jadeaba como un poseso,
sintiéndose dueño y señor de mi cuerpo, que manejaba a su antojo. Pese a lo
entregado que estaba a la búsqueda de su propio placer, no se olvidó de mí.
Alargó nuevamente su mano hacia mi sexo, y se encargó de darle a mi vulva la
estimulación que necesitaba. Fue mano de santo –nunca mejor dicho-, pues en
unos minutos volvía a desencadenarme un orgasmo intensísimo, de una calidad que
sólo el sexo anal te puede procurar. A los pocos segundos, se dejó ir él. El
aullido que salió de su boca venía de muy adentro, y de muy atrás en el tiempo,
tal vez de la época en que sus antepasados vándalos, unos seres brutalmente
atroces y poderosos invadieron y asolaron Europa. Sentí en mi interior el
caudal de su leche caliente y abundante fluyendo libre y llenándome
completamente.
Tardé un rato largo en recuperar el ritmo normal de mi respiración. Mi
amante se había dejado caer, exhausto, sobre la cama, expulsando aún semen
sobre la misma.
- Ha sido brutal, Klaus, te lo juro, eres una máquina de follar.
- Gracias… he disfrutado mucho contigo, tú también eres buena en esto.
- No, de veras, no te estoy adulando, sé de lo que hablo, créeme.
Sonrió confiado, de aquella forma en que lo hacen los hombres con gran
seguridad en sí mismos, algo que enloquece a cualquier mujer que se les cruce
en el camino. A esta clase de personajes no les hace falta los cumplidos, ni
tan siquiera los agradecen. Saben que valen, y ello les basta.
- Lo acepto. Ha sido también un gran placer para mí.
Nos fumamos un cigarrillo a medias, y luego él sacó unas botellas de
cerveza fría de una neverita camuflada en un armario, que nos tomamos con
avidez. Aquella combinación de placeres –buen sexo, cigarrillo y cerveza fría-
es difícil de superar, y constituye el motor de la vida de gran número de
personas.
- ¿Tienes novio? – preguntó Klaus, cogiéndome totalmente desprevenida.
Ésa es otra constante de la vida de las personas. Cuando todo te va
viento en popa, cuando por fin has conseguido resolver algún grave problema y
parece que las aguas revueltas empiezan a amansarse, llega alguien, o sucede
algo, que se encarga de estropearlo. No confundas esta creencia con el
pesimismo. Ya sabes que me ufano de disfrutar de una personalidad
patológicamente positivista, pero da la impresión de que la vida es una suerte
de carrera de obstáculos en la que te van poniendo vallas que debes ir saltando
con gran esfuerzo, y que tras lograrlo, sólo te permite unos segundos de
reposo, hasta que llega la siguiente valla. El caso es que Klaus, con su
inoportuna pregunta, ensombreció mi disfrute de aquel sabroso momento al traer
de vuelta a André a mi pensamiento.
- No, en estos momentos no tengo nada parecido a un novio – Klaus sonrió
complacido, motivo por el que alargué mi respuesta – y tampoco lo busco.
No le estaba mintiendo. No podía definir con claridad el tipo de vínculo
que había establecido con André, pero en ningún caso se le podía calificar de
noviazgo.
- Pero cuando te apetezca echar un polvo me llamas, y a la mínima
oportunidad me vengo para aquí. Eres de lo mejorcito que me he tirado, chaval.
Algún día harás muy feliz a alguna mujerona alemana, una que no te dejará ni
respirar sólo con que le ofrezcas la mitad de lo que me has dado hoy a mí.
- Así pues, seremos… ¿cómo lo llamáis aquí?... ¿follamigos?
¡Qué obsesión tenemos los humanos con etiquetarlo todo! Da igual lo que
seamos o dejemos de ser, especialmente en lo que al sexo o las relaciones se
refiere. Una etiqueta jamás garantizará que la persona que la lleva siga
comportándose siempre conforme a lo que dicta dicha etiqueta. ¿O acaso crees de
veras que el portador de la etiqueta “esposo” va a conducirse siempre como
rezan los cánones? Imagino que detrás de ello siempre se esconde el miedo: miedo a perder aquello que amamos o deseamos,
a que se desnaturalice y se convierta en otra cosa diferente. No pensaba
soltarle todo este rollo filosófico al pobre muchacho, de modo que simplifiqué
el asunto para que le fuera fácil de llevar.
- Sí, querido, eso es exactamente lo que seremos.
- Estupendo… ¿tienes muchos follamigos?
Esperaba la pregunta. Otra de las inclinaciones humanas es la de
intentar poseer en exclusividad personas y objetos. Con las cosas, es posible
lograr cierto control e ilusión de propiedad (es una ilusión, porque en la vida
todo es transitorio y nadie se lleva nada al otro barrio), pero con las
personas es absolutamente imposible. A la mayoría de nosotros, cuando
percibimos que otra persona intenta controlarnos, apartarnos de los demás y
absorbernos completamente, reaccionamos alejándonos de ella. Sólo en los casos
en que alguien no es capaz de distanciarse, surge entre los dos un vínculo
enfermizo, en el que hacen su aparición los celos, el maltrato, la
manipulación… No iba a permitir jamás que alguien hiciera eso conmigo.
- Una de las reglas de los follamigos, la principal, es que sólo quedan
para chingar. Cualquier cosa que pretenda ir más allá rompería el pacto. ¿No es
suficiente encontrarte con alguien que te gusta, pasar un día juntos
disfrutando de los placeres de la vida, y coronar el día revolcándose en la
cama?
No respondió con palabras. De su expresión corporal se deducía que no
era suficiente para él. Era el momento de poner tierra de por medio. Si no se
había quedado ya colgado de mí, poco le faltaba. Me caía bien, me gustaba,
tenía todo lo que se puede desear en un hombre, pero no deseaba de él nada más
que lo que acababa de ofrecerme; no deseaba causarle dolor, de modo que lo más
prudente era largarse cuanto antes.
- Se nos ha hecho tarde, Klaus. ¿Qué estarán haciendo esos dos pillines?
Sonrió de mala gana, pero había leído entre líneas, captando
completamente lo que yo sentía. Saltaba a la vista que no estaba acostumbrado a
que se le impusiera un ritmo, en cuestiones de amor. Aun así, se comportó como
el cortés e impecable caballero que todo alemán lleva de serie.
Una vez vestidos, me acerqué a él, y poniéndome de puntillas, le besé en
la mejilla mientras le acariciaba aquel cabello tan hermoso.
- No lo estropeemos, ¿vale? Me tendrás siempre que quieras, sólo tienes
que llamarme, o acercarte tú a Madrid. Pero sólo es y será sexo, tenlo bien
presente.
Salimos de la habitación cautelosamente, no deseábamos pillar a nuestros
amigos montándoselo en cualquier rincón. En los años venideros, jamás volvimos
a aquella habitación, ni volví a saber de Klaus. Él no era como yo, ni de
lejos.