martes, 28 de abril de 2015

CAZADORA DE ORGASMOS

¿Puedes recordar el día más caluroso de tu vida, uno de esos en los que sentiste cómo un sol infernal resecaba todo tu ser, dejándote exhausto, y cómo te abalanzaste como un animal agarrando aquel vaso de agua fresca y apurándolo de un trago? Después del primer vaso llegó otro más, que apagó tu sed definitivamente, devolviéndote a la vida. ¿Puedes imaginar qué hubiera pasado si después de ese segundo vaso, de un tercero o incluso tras un cuarto vaso, no se hubiera saciado esa terrible sensación de sed? Si eres capaz  de imaginarlo, podrás entender lo que siente una ninfómana respecto al sexo. 

Como ya dejé entrever en mis anteriores posts, no siempre he trabajado como puta. En mi vida ha habido de todo: épocas de estabilidad sentimental, en las que mi pareja me proporcionaba la calidad y cantidad de sexo que precisaba,  y temporadas de locura y desenfreno sexual, en las que me hubiera tirado hasta un maniquí de tienda de ropa. Es lo más parecido a la forma de vivir -más bien malvivir- de un yonki.

Hoy quiero contarte lo que me sucedió un día que guardo muy vivo en mi memoria, uno de esos para enmarcar. Acababa de romper con André, mi ex-marido, mi proveedor de sexo "seguro" y regular los anteriores diez años, y llevaba un mes en dique seco, algo desconcertada por los habituales vaivenes emocionales de las situaciones de ruptura. La bestia que vive en mí se rebeló y rugió con fuerza: "¡sal a cazar orgasmos!". De modo que, a media tarde, abandoné mi casa impulsada por el instinto más primitivo, dispuesta a cepillarme a todo bicho viviente.




Si para cualquier chica resulta fácil conseguir un amante cuando y donde quiera, imaginaos hasta qué punto lo es para mí:  físicamente atractiva (eso dicen), experimentada y gran conocedora de la naturaleza humana; un auténtico depredador sexual. No tardé en avistar mi primera pieza; me apetecía un polvo furioso, salvaje, y necesitaba un ejemplar joven y vigoroso. Le atisbé en medio de la calle: un rubio veinteañero que amenizaba el ir y venir de los transeúntes con las notas que arrancaba de la guitarra colgada a su cuello. 




Me bastaron quince minutos para hacerle entender el mensaje. Plantada frente a él, humedeciendo mis labios con excesiva frecuencia, y meciendo sensualmente mi figura al son de sus acordes, obedeció dócilmente el guiño que le había lanzado, enfundó la guitarra y me siguió hasta mi coche. En unos minutos cabalgaba sobre él, ensartada por su joven y poderosa polla. Notaba al músico preso de una incontenible y creciente excitación, dada la firmeza con que me agarraba ambos pechos. Empezó a llevar él la iniciativa, bombeando con su pelvis a un ritmo frenético; el placer que me hacía sentir era mayúsculo, y decidí premiarle saltando por encima suyo y poniéndome a cuatro patas en el asiento de atrás de mi Mini Cooper, ofreciéndole un coño abierto que rezumaba como loco, ávido y hambriento como estaba. Nada excita tanto a un hombre como ver a su hembra como una perra en celo. Volvió a penetrarme sin contemplaciones, llevándome al límite... pero cuando creía que iba a explotar, sacó el miembro y me lo metió por el culo. Di un respingo, por la sorpresa más que por el dolor, y cuando estaba lo bastante dilatada, empecé a gozar con él. Nos corrimos casi a la vez, emitiendo ambos un rugido animal, que se prolongó hasta que cayó rendido sobre mí, jadeando como un atleta triunfador.

Recompuestos y recuperados, me despedí de él, rechazando el número de teléfono que me ofrecía, y me lancé calle arriba, sin mirar atrás. La ciudad estaba hermosa, y yo me sentía algo mejor.





Anduve más de una hora, dejándome arrastrar por la masa humana que se movía, caótica, en todas direcciones. Entonces la vi. Recostada sobre una esquina, parecía como ausente, ajena a cuanto acontecía a su alrededor. Una fuerza invisible me empujó hacia ella. Saqué un cigarrillo del bolso y le pregunté: "¿tienes fuego?". Volvió al mundo real, desde allí donde estuviera. "No, lo siento, no fumo". Era hermosa, muy hermosa. Me sentí al punto atraída por ella y sedienta de nuevo, como si no acabase de follar como una loca. "¿Me dejas invitarte a un café?, pareces tan sola como yo". Me sonrió, y asintió con la cabeza.





Conectamos al instante. Reímos como viejas amigas, charlamos de temas banales y de asuntos importantes. Acababa de romper con su novia, y se sentía muy desgraciada. Por un momento acusé ciertos remordimientos por haberla convertido en blanco de mi cacería. Pero entonces ella me tomó la mano y la besó. Al rato estábamos en su apartamento, un cuchitril infecto pero decorado con gusto. Se despojó de la ropa y me invitó a su catre. Nos besamos muy profundamente, succionando y mordisqueándonos los labios; descendió cuello abajo, recorriendo mi cuerpo con la lengua hasta detenerse en el pubis. Bajó un poquito más y atrapó mi clítoris con sus labios, golpeteándole con la punta de la lengua. Me puso a cien, la muy guarra. Cuando llegó a la vagina, me miró pícaramente a los ojos, como diciéndome: "vaya, veo que no soy la primera que pasa por aquí hoy". Nos retorcimos una sobre otra, recreando una de las posturas sexuales más famosas, y nos dimos placer mutuamente. Al rato, y dos orgasmos después, dormitábamos una junto a otra. Me levanté silenciosamente, y una vez vestida me largué sin contemplaciones.

De nuevo en la calle, ya anochecía, y la ciudad seguía hermosa como nunca. Evitaba darle vueltas al torbellino de emociones y pensamientos que poblaban mi cabeza. Aún me sentía sedienta, jodida y condenadamente sedienta. 





No dormí aquella noche. Deambulé como en sueños de un bar a otro, y de discoteca en discoteca, hasta acabar en un after-hours casi al amanecer. Tampoco recuerdo exactamente cuántos fueron los machos y hembras cazados, ni si me proporcionaron el placer que buscaba, ni si logré, al fin, aplacar mi deseo sexual. 

Un día para enmarcar.

Besos apasionados para todos y para todas. Os quiero.





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