A cuatro patas, el mundo se ve diferente. Perder de vista tu sexo y tu ano, y ofrecerlos a quien te cubre la retaguardia, supone un ejercicio de confianza que no siempre valora el afortunado amante que se dispone a disfrutarlo.
Aunque, afortunadamente, en la mayoría de casos a ninguna mujer se le obliga a recibir al macho cual perra en celo, dejarse follar a cuatro patas continúa siendo, para casi todos los hombres, la máxima expresión de sumisión de la hembra a su encendida virilidad. Es una reminiscencia muy viva de cuando habitábamos las cavernas, y estábamos más próximos al animal salvaje que al moderno, escrupuloso y cristiano hombre moderno.
Ya quedaron muy atrás aquellos tiempos en los que esta postura sexual era exclusiva de putas y mujeres "perdidas", y ni por azar se planteaba su práctica en la intimidad del sagrado lecho conyugal. La mujer decente jamás hubiese accedido a prácticas tales como la felación, la penetración anal o posturas sexuales como ésta. Así pues, el santo varón, forzado a mantener sujeta, bajo el techo del hogar, a la bestia amatoria que llevaba dentro, se buscaba la vida para dar rienda suelta a unas pasiones imposibles de reprimir. Y adivinad dónde encontraba esa ansiada satisfacción... (no necesitáis que os lo cuente, ¿cierto?). Ya en manos de una profesional del sexo, una mercenaria del amor (otro bello eufemismo para referirse a las putas), el buen marido podía echar un polvo como Dios manda, metiendo su rabito -previo pago-, en el agujero más acorde con sus preferencias.
A principios de los 90, pese a los vientos de absoluta libertad sexual que arribaban prácticamente a todos los rincones de Europa, residía en Londres, malviviendo de un sueldo justito de camarera e intentando abrirme camino como fotógrafa en mis ratos libres. Pese a que mi carrera como puta empezó algunos años más tarde, ya había aceptado, en alguna ocasión en que la necesidad apretaba, una compensación económica a cambio del buen rato que había hecho pasar a algún caballero. A propósito del tema de este post, me encontraba trabajando una veraniega y soporífera tarde de domingo en un antiguo café de Piccadilly, cuando me percaté de que me observaban. Un hombre de mediana edad, algo entrado en quilos pero con la elegancia que le proporcionaba un traje de Armani ofensivamente caro, me lanzaba las miradas más ridículamente insinuantes, al tiempo que ocultaba infructuosamente su anillo de casado. Compadecida, me aproximé a él, y con mi ya excelente inglés, le solté:
- No ha dejado usted de mirarme desde que ha entrado. ¿Necesita algo?
- Sí..., bueno no, esto... Es usted muy hermosa - acertó a responder.
- Gracias, señor...
- Frank Spencer, su más devoto admirador.
No pude sino reírme para mis adentros de lo trasnochado de su respuesta: todo un señor. Bajé la mirada, y la detuve a la altura de una incipiente erección, que amenazaba con echar por tierra sus exquisitos modales. Se sonrojó de tal manera, que temí que fuera a caer redondo ante mí. Decidí echarle un capote:
- Te has puesto cachondo al verme, no pasa nada... no hago sino mover el culo de aquí para allá, mostrando más pecho del que debería, ya sabes, por el calor agobiante que hace.
Se relajó al instante, pero su erección no decayó, sino todo lo contrario. Me dejé tentar por la curiosidad: ¿cómo sería echar un polvo con una especie de lord como éste? Al fin y al cabo, iba ya para una semana que los orgasmos sólo me los proporcionaba Willy, mi consolador de goma. Me aproximé a él, y dejando caer una mano a escasos centímetros de su miembro erecto, le dije:
- Ven a recogerme al cerrar, sobre las once.
Azorado y ruborizado, asintió con una sonrisa bobalicona, y tras una leve reverencia, y salió del local.
A las once, con una puntualidad más que británica, un cochazo negro precioso me aguardaba en la puerta. Junto a él, plantado, sonreía el chófer. Algo aturullada por el boato y la pompa, entré en el vehículo, que de inmediato arrancó y me llevó fuera de la ciudad. Paramos ante una de esas casonas de campo de piedra inglesas, y el chófer me guió hasta el interior. Frank aguardaba sentado en un sofá, apurando una copa de oporto.
No iba a dejarme intimidar por la sofisticación clasista que tenía ante mí. Agarré a Frank de la mano, y le llevé por los pasillos -el pobre iba dando traspiés por lo inesperado de mi abordaje-, hasta encontrar una habitación. Antes de que se recuperara de la impresión, me había desnudado y le había desnudado también a él. Iba a hacerse todo a mi manera: el señor era ahora el lacayo.
Le agarré la polla con ambas manos, y le masturbé suavemente. Su cuerpo acusaba el paso de los años y el exceso calórico de su dieta, pero su soldadito se ponía firmes de inmediato cuando se le ordenaba, algo infrecuente a su edad. Me la llevé a la boca con decisión, y me la metí bien adentro, lamiendo y succionando rítmicamente. Noté que se estremecía y paré. Tenía en sus ojos una expresión de sorpresa y asombro que no supe interpretar. Me di la vuelta, me puse a cuatro patas y, algo ansiosa, le grité:
- ¡Y ahora, fóllame bien por detrás!
Aguardé en vano. Miré hacia atrás y le vi erguido, mirando fijamente mi culo, sin reaccionar. Al fin, susurró:
- Por detrás... ¿por dónde?
- ¿Por dónde? ¡Métemela ya por donde quieras, pero métemela ya!- le grité, hambrienta de verga.
Se quedó inmóvil detrás mío. Medio enloquecida, le agarré la polla y me la metí en el coño. Aquél fue el resorte que activó un mecanismo oxidado tras años de sexo conyugal rutinario. Me agarró por la cintura y desplegó una asombrosa voracidad sexual, entrando y saliendo de mí con un ritmo y firmeza inusitados. Antes de correrse, y embravecido por su renacido vigor, probó suerte y me enculó, aunque bastaron dos breves acometidas para explotar en la corrida más memorable de su aburrida y aristocrática vida.
Huelga decir que yo no me corrí, aunque fue divertido. Cuando se despidió de mí, besándome la mano, y me deslizó aquel imponente fajo de libras esterlinas en el bolso, sí estuve a punto de llegar al orgasmo.
Había descubierto un nuevo aspecto de la sexualidad, hasta entonces desconocido para mí: el de la represión impuesta por los convencionalismos sociales.