viernes, 26 de junio de 2015

A CUATRO PATAS

A cuatro patas, el mundo se ve diferente. Perder de vista tu sexo y tu ano, y ofrecerlos a quien te cubre la retaguardia, supone un ejercicio de confianza que no siempre valora el afortunado amante que se dispone a disfrutarlo.  




Aunque, afortunadamente, en la mayoría de casos a ninguna mujer se le obliga a recibir al macho cual perra en celo, dejarse follar a cuatro patas continúa siendo, para casi todos los hombres, la máxima expresión de sumisión de la hembra a su encendida virilidad. Es una reminiscencia muy viva de cuando habitábamos las cavernas, y estábamos más próximos al animal salvaje que al moderno, escrupuloso y cristiano hombre moderno. 





Ya quedaron muy atrás aquellos tiempos en los que esta postura sexual era exclusiva de putas y mujeres "perdidas", y ni por azar se planteaba su práctica en la intimidad del sagrado lecho conyugal. La mujer decente jamás hubiese accedido a prácticas tales como la felación, la penetración anal o posturas sexuales como ésta. Así pues, el santo varón, forzado a mantener sujeta, bajo el techo del hogar,  a la bestia amatoria que llevaba dentro, se buscaba la vida para dar rienda suelta a unas pasiones imposibles de reprimir. Y adivinad dónde encontraba esa ansiada satisfacción... (no necesitáis que os lo cuente, ¿cierto?). Ya en manos de una profesional del sexo, una mercenaria del amor (otro bello eufemismo para referirse a las putas), el buen marido podía echar un polvo como Dios manda, metiendo su rabito -previo pago-, en el agujero más acorde con sus preferencias.






A principios de los 90, pese a los vientos de absoluta libertad sexual que arribaban prácticamente a todos los rincones de Europa, residía en Londres, malviviendo de un sueldo justito de camarera e intentando abrirme camino como fotógrafa en mis ratos libres. Pese a que mi carrera como puta empezó algunos años más tarde, ya había aceptado, en alguna ocasión en que la necesidad apretaba, una compensación económica a cambio del buen rato que había hecho pasar a algún caballero. A propósito del tema de este post, me encontraba trabajando una veraniega y soporífera tarde de domingo en un antiguo café de Piccadilly, cuando me percaté de que me observaban. Un hombre de mediana edad, algo entrado en quilos pero con la elegancia que le proporcionaba un traje de Armani ofensivamente caro, me lanzaba las miradas más ridículamente insinuantes, al tiempo que ocultaba infructuosamente su anillo de casado.  Compadecida, me aproximé a él, y con mi ya excelente inglés, le solté:

- No ha dejado usted de mirarme desde que ha entrado. ¿Necesita algo?
- Sí..., bueno no, esto... Es usted muy hermosa - acertó a responder.
- Gracias, señor...
- Frank Spencer, su más devoto admirador.



No pude sino reírme para mis adentros de lo trasnochado de su respuesta: todo un señor. Bajé la mirada, y la detuve a la altura de una incipiente erección, que amenazaba con echar por tierra sus exquisitos modales. Se sonrojó de tal manera, que temí que fuera a caer redondo ante mí. Decidí echarle un capote:

- Te has puesto cachondo al verme, no pasa nada... no hago sino mover el culo de aquí para allá, mostrando más pecho del que debería, ya sabes, por el calor agobiante que hace.

Se relajó al instante, pero su erección no decayó, sino todo lo contrario. Me dejé tentar por la curiosidad: ¿cómo sería echar un polvo con una especie de lord como éste? Al fin y al cabo, iba ya para una semana que los orgasmos sólo me los proporcionaba Willy, mi consolador de goma. Me aproximé a él, y dejando caer una mano a escasos centímetros de su miembro erecto, le dije:

- Ven a recogerme al cerrar, sobre las once.

Azorado y ruborizado, asintió con una sonrisa bobalicona, y tras una leve reverencia, y salió del local.




A las once, con una puntualidad más que británica, un cochazo negro precioso me aguardaba en la puerta. Junto a él, plantado, sonreía el chófer. Algo aturullada por el boato y la pompa, entré en el vehículo, que de inmediato arrancó y me llevó fuera de la ciudad. Paramos ante una de esas casonas de campo de piedra inglesas, y el chófer me guió hasta el interior. Frank aguardaba sentado en un sofá, apurando una copa de oporto.




No iba a dejarme intimidar por la sofisticación clasista que tenía ante mí. Agarré a Frank de la mano, y le llevé por los pasillos -el pobre iba dando traspiés por lo inesperado de mi abordaje-, hasta encontrar una habitación. Antes de que se recuperara de la impresión, me había desnudado y le había desnudado también a él. Iba a hacerse todo a mi manera: el señor era ahora el lacayo. 

Le agarré la polla con ambas manos, y le masturbé suavemente. Su cuerpo acusaba el paso de los años y el exceso calórico de su dieta, pero su soldadito se ponía firmes de inmediato cuando se le ordenaba, algo infrecuente a su edad. Me la llevé a la boca con decisión, y me la metí bien adentro, lamiendo y succionando rítmicamente. Noté que se estremecía y paré. Tenía en sus ojos una expresión de sorpresa y asombro que no supe interpretar. Me di la vuelta, me puse a cuatro patas y, algo ansiosa, le grité:

- ¡Y ahora, fóllame bien por detrás!

Aguardé en vano. Miré hacia atrás y le vi erguido, mirando fijamente mi culo, sin reaccionar. Al fin, susurró:

- Por detrás... ¿por dónde?
- ¿Por dónde? ¡Métemela ya por donde quieras, pero métemela ya!- le grité, hambrienta de verga.

Se quedó inmóvil detrás mío. Medio enloquecida, le agarré la polla y me la metí en el coño. Aquél fue el resorte que activó un mecanismo oxidado tras años de sexo conyugal rutinario. Me agarró por la cintura y desplegó una asombrosa voracidad sexual, entrando y saliendo de mí con un ritmo y firmeza inusitados. Antes de correrse, y embravecido por su renacido vigor, probó suerte y me enculó, aunque bastaron dos breves acometidas para explotar en la corrida más memorable de su aburrida y aristocrática vida.

Huelga decir que yo no me corrí, aunque fue divertido. Cuando se despidió de mí, besándome la mano, y me deslizó aquel imponente fajo de libras esterlinas en el bolso, sí estuve a punto de llegar al orgasmo. 

Había descubierto un nuevo aspecto de la sexualidad, hasta entonces desconocido para mí: el de la represión impuesta por los convencionalismos sociales.





martes, 16 de junio de 2015

SABINA, MI ADORABLE VECINA


Ejercer la prostitución conlleva un considerable abanico de riesgos y amenazas para la propia integridad física y moral. Y no se trata de una leyenda urbana, te lo juro. Cada persona asume su cuota de exposición a los riesgos inherentes a su oficio, esperando a cambio de ello un retorno en forma de recompensa, habitualmente un salario. Las putas no somos diferentes de cualquier otro profesional, al menos en este sentido: no es infrecuente el cliente que, enardecido por unos minutos de sexo de calidad, no acierta a distinguir aquello por lo que realmente ha pagado y te cruza la cara, reventándote el labio. Y aunque una, curtida en mil batallas, tenga un encaje de campeona, prefiero que me sacudan sólo cuando y si me apetece o, en todo caso, cuando entra en el servicio pactado.

Con respecto a la integridad moral, la cuestión es algo más compleja y sutil. En palabras sencillas, se trata de la dificultad que una mujer pública (me encanta esta forma tan anacrónica de denominarnos) tiene para llevar una vida "normal" al margen de su trabajo, sin que se la señale continuamente, se la juzgue y se la condene allá donde vaya y haga lo que haga. Es algo tan antiguo como la Humanidad, supongo, pero no deja de ser un ejercicio de supina hipocresía colectiva. Doy fe de que muchos de esos honrados y ejemplares pilares de la comunidad, que se erigen en cabecillas de los del dedo acusador, sustraen hasta el último céntimo de la economía familiar para engrosar las cuentas corrientes de las señoritas que fuman (otro eufemismo heredado del imaginario colectivo). Además de follar por dinero, soy una gran lectora y estudiosa aficionada de la conducta humana (¿sorpresa?), y por eso, a aquellos que, DE VERDAD, queráis conocer por dentro el mundo de la prostitución, os recomiendo que leáis YO PUTA (pulsa AQUÍ para acceder al libro), una lectura que no os defraudará.



Uno de mis caballos de batalla, en lo que se refiere a mi búsqueda personal del anonimato y la libertad en el ejercicio de mi profesión, es Sabina. Os hablé de ella de pasada en mi post Bienvenidos a mi blog. Sabina es una soberbia morenaza de piernas interminables que habita el ático de mi comunidad de vecinos junto a René, un tipo estirado con aire de autosuficiencia que consigue sacar lo peor de mí. Hasta hace unos pocos meses, mi pisito de alquiler en esa comunidad era el remanso de paz que toda puta que se precie merece tener, un coto vedado a cualquier modalidad de intercambio sexual donde recuperarse física y anímicamente; para mis vecinos, yo era Ana, una empresaria del ramo del ocio y las relaciones sociales, y por tanto, con horarios y centros de trabajo un tanto irregulares. Esta situación idílica, sin embargo, terminó.




Uno de mis clientes habituales, programador informático, me había citado en una plaza muy céntrica y concurrida de la ciudad. Al caballero le pone a mil echar un polvo en lugares así, metidos en un baño público o escondidos entre una arboleda tupida, deprisa y corriendo y más pendiente de la gente que pasa que de la mamada que le estoy haciendo. Se lo cobro muy, muy bien, puedes creerme. Pues a lo que iba.





Era un día muy lluvioso y desapacible, y nos metimos en su coche, aparcados en doble fila y con los intermitentes centelleando. Me bajé las bragas y monté sobre él en el asiento del conductor, ofreciéndole -o más bien haciéndole tragar- mis pezones. Había que ir aprisa. Junté los muslos ofreciendo resistencia a su miembro, que apenas había conseguido endurecerse. El show había empezado: mi movimiento de caderas activaba ahora el limpiaparabrisas, ahora el claxon, convirtiendo aquel coche en un carrusel de feria. Cuando mi cliente percibió que los peatones se paraban, curiosos, junto al vehículo, sufrió su esperado fogonazo de virilidad, y empezó a bombearme con un pollón XXL, agarrándome con fuerza el culo. Se corrió pronto, emitiendo un aullido que mitigó levemente un oportuno bocinazo del coche. Nos vestimos a todo trapo y abandoné el vehículo lo más discreta y dignamente que pude. Al levantar la vista la vi. Mierda.




Sabina, pegada a la cristalera de un bar cercano, sonriendo pérfidamente, me miraba a los ojos y, sin palabras, me dijo: "ya eres mía". Por la noche, al volver a casa, me la encontré en la escalera, esperándome como una araña aguarda, hambrienta y paciente, a la mosca que sabe va a devorar antes o después. Jugueteaba con una cámara de fotos, sabedora de mi pasión por la fotografía. La muy cabrona se había vestido casi igual que yo. Menuda chalada. "¿En tu casa o en la mía?", me soltó, aunque no había elección posible. Entramos en mi piso, y se sentó en el sofá, sin esperar invitación.




"Así que eres una puta", me soltó a bocajarro, "una putita guarra que vende su coño al mejor postor. Menudo numerito has montado antes". "¿Qué quieres de mí, Sabina?", respondí, conteniendo mi rabia. "Bueno, mi silencio tiene un precio. Como experta en transacciones comerciales, lo comprenderás...". La hubiese estrangulado allí mismo. Harta ya de jueguecitos, fui directa al grano: "¿cuánto?". Sonrió nuevamente, mientras se desabrochaba  los botones del corpiño: "siempre he querido probar con una mujer, y ahora te tengo a ti... y gratis". Estupefacta, calibré las consecuencias de una negativa: mudanza de piso, y tal vez incluso de ciudad. Consideré sus exigencias un mal menor, ante la posibilidad de que me hubiese querido usar para un trío con el botarate de su marido.

Resignada a someterme al chantaje, decidí dar lo mejor de mi buen saber hacer sexual, y satisfacer la curiosidad de aquella hembra maligna. Me aproximé a ella, y la despojé de sus ropas, lenta y sensualmente, mientras la besaba paseando mi lengua por todos los recovecos de su boca. Se estremeció como una colegiala ante su primer magreo. Tenía un cuerpo imponente, torneado a sudor y lágrimas en el gimnasio, que se agitó ávido al sentir mis dedos explorándole el sexo.





Me dejé llevar por el deseo, y la tumbé boca arriba en la cama, regalándole uno de los mejores cunnilingus de mi carrera. Sabina, con los ojos en blanco, gemía presa de un torbellino de sensaciones nuevas para ella. No aguantó mucho. Ahogó un gemido profundo, y se abandonó al placer.

Mientras se vestía, sin apenas mirarme, musitó: "ha sido la reostia. Repetiremos... pronto". Y se largó, la muy zorra. Ya me veía regalándole polvos de por vida. Tomé la decisión de no amargarme, y considerarlo algo así como un impuesto a pagar.