"¿Me dolerá?", le pregunté mientras yacía boca abajo a Daniel. Ni siquiera contestó. No podía: era tal la excitación que se adivinaba en su mirada, ante la perspectiva de darle por el culo a una mujer por vez primera en su vida, que el mundo se reducía en ese momento a su rígido miembro y a mi ano.
Debo confesar que yo fui la promotora de ese encuentro. Daniel, el chico que me desfloró con apenas trece años recién cumplidos, era más bien una marioneta en mis manos, un muñeco hinchable viviente o un consolador animado, como prefiráis visualizarle. El caso es que me serví de él para iniciarme en prácticas sexuales avanzadas, una vez agotadas las posibilidades que ofrece la masturbación. A esa edad, si no dispones de alguien experto a tu lado, se avanza mucho más lentamente, cometiendo errores que te impiden gozar a lo grande.
Sí me dolió, y mucho. La ansiedad, excitación y deseo con que vivía mi primera penetración anal, me cerraron el esfínter, dejándolo del tamaño de un grano de arroz. Daniel, torpe e inexperto, pendiente sólo de sus necesidades, arremetió contra él, forzando su entrada; lo consiguió gracias a la monstruosa erección de su jovencísima polla. Sobra decir que corrió en segundos.
Después de aquella decepcionante iniciación, decidí que Daniel no era el candidato idóneo. Me desprendí de él con la facilidad con que me cambio de bragas. No le sentó nada bien la ruptura; el muy mamón me reprochó: "¿y dónde vas a encontrar a un amante como yo?". Me estuve riendo una hora sin parar, hasta que se largó, furibundo.
La revolución hormonal propia de la adolescencia, sumada a la promiscuidad e inestabilidad características de mi condición hipersexual (ninfomanía), me llevaron de flor en flor (sería más acertado, en este caso, decir de capullo en capullo), hasta topar con Alberto, un divorciado cuarentón con más conquistas en su haber que muescas en la culata del revólver de Harry el Sucio.
Tú, mi amigo fiel, que me sigues en cada nueva entrada que publico, te habrás percatado que con frecuencia incluyo imágenes como la de encima. Son esculturas de templos de la India antigua, de contenido sexual más que explícito. En ese país, se ha vivido tradicionalmente la sexualidad sin los tapujos ni represiones con que se nos transmite en el mundo occidental. En algún post te contaré qué tal me fue por allí.
Volvamos a Alberto. A la mínima oportunidad que tuve, le pedí que me diera por el culo. "¿Estás segura de que es eso lo que quieres?", me respondió inquisitivo. "Lo deseo más que cualquier cosa, pero no quiero que duela, sino que me dé el placer que se dan los hombres homosexuales...". No se hizo de rogar.
Ya en pelotas, me tumbó boca arriba en la cama, y empezó a comerme el coño como si se estuviera zampando el helado más sabroso del verano. Lo hacía sin prisas, saboreando el zumo de mis entrañas, recreándose en cada rincón de vulva y vagina. Cuando sus babas y mis fuídos se confundían ya, desparramándose hacia abajo, me introdujo su dedo más largo por el culo, y empezó a moverlo suavemente, a dentro y afuera, y en círculos.
Aquel cunnilingus soberbio, unido al masaje suave del dedo, relajaron mi esfínter anal sin problemas. Cuando me vio preparada, Alberto me volteó en la cama, poniéndome a cuatro patas, y diciéndome: "ahora vas a meterte esta polla en la boca, y a chuparla como nunca lo has hecho". Y así lo hice, una mamada de antología; cualquier otro se hubiera vaciado en mi boca, pero él controlaba como una máquina. Cuando le apeteció, se puso detrás mío y me atravesó el coño con su miembro.
Acompañaba el bombeo con el movimiento acompasado de su dedo metido en mi ano, que empezaba ya a proporcionarme el placer que buscaba. Al poco rato, introdujo dos dedos, que seguían moviéndose suave y firmemente en todas direcciones, bien lubricados por los generosos fluídos que habíamos fabricado antes. Dejé llevarme por el disfrute. Sentía un placer doble: el ya familiar, de una buena polla trabajándome la vagina, y uno nuevo, indescriptible, el de un objeto alojado culo adentro.
Sin previo aviso, pero sin sobresaltos, introdujo con suavidad aquella hermosa verga suya. Primero la punta, con gran suavidad, y una vez alojada ya, el resto entró de un tirón. Ahogué un grito de placer. Mis sensaciones se confundían. Ya no sabía de dónde provenía el disfrute: era una locura. Descontrolada ya, me llevé la mano al coño y lo masajeé como una loca.
La corrida fue tremenda. La de ambos. Alberto, aunque experto en la materia, captó al momento mi entrega, y ello acrecentó su excitación, que fluyó a través de la abundante leche que derramó en mi interior. Yo experimenté mi primer orgasmo por penetración anal, sin duda el mejor de los muchos que luego, con los años, fueron viniendo.