sábado, 16 de abril de 2016

MÉTEME EL DEDO AHÍ, QUERIDA


Aunque muy probablemente ya estás acostumbrado a títulos tan extravagantes como el que he elegido para esta nueva entrada del blog, estoy convencida de que - seas hombre o mujer -, no te habrá dejado indiferente. ¿Tengo que explicarte dónde está "AHÍ"? A buen seguro no será necesario.





Si algo he aprendido a lo largo de los años es a no juzgar a los demás, especialmente en lo que se refiere a sus gustos, manías, fantasías, obsesiones y preferencias sexuales. Si alguno de vosotros tiene claro lo que es "normal" y lo que es "anormal", le ruego encarecidamente que comparta conmigo su conocimiento, porque a mí se me escapa ese matiz. Me huelo que esa tradición inmemorial de dividir a los humanos en dos grandes grupos, los "normales" y los "anormales", obedece más a un mecanismo de control social que a una taxonomía biológica o psicológica natural. ¿Es acaso anormal ser hombre y excitarse vistiéndose de mujer?, ¿quién lo afirma, y en base a qué criterio lo asevera? A mí no me valen aquellos recursos de corrillo de bar:  "eso es vicio", o "eso es cosa de maricones", o patochadas por el estilo. Si me quieres convencer, argumenta con algo más de profundidad.




Como preámbulo ya es suficiente. Todo venía a cuento de una de esas cuestiones peliagudas que sobrevienen en el curso de un encuentro íntimo entre dos personas, especialmente cuando esas personas son un hombre y una mujer, y me vino a la mente mientras leía ayer en un conocido foro de la red un post de una muchacha, que rezaba así:



"MI NOVIO NO DEJA QUE LE META EL DEDO POR EL CULO"



Permíteme que te muestre a continuación algunas de las respuestas que recibió esta chica, porque no tienen desperdicio:








A partir de esas aportaciones a tan delicado tema, llego a la conclusión de que - además de la desinformación y confusión reinantes - tras la casi universal negativa masculina a dejarse "explorar" digitalmente su más celosamente custodiada oquedad corporal, en pos de la consecución de nuevas modalidades de placer, sólo hay miedo, MIEDO CON MAYÚSCULAS:  miedo a sentir dolor, miedo a sentir placer a través de una región corporal asociada a la inmundicia, miedo a parecer no-se-qué a su pareja, miedo a que le tomen por homosexual, miedo a convertirse en homosexual, miedo a sentir placer al modo en que los homosexuales se lo proporcionan, miedo... 




¿De veras alguno de vosotros cree que un varón puede transformarse sexualmente sólo porque alguien le meta "ahí" un dedito? ¿Conoces a muchos homosexuales? Yo sí, y te aseguro que la inmensa mayoría de ellos tenía claro desde su más tierna infancia lo que eran, sin que contribuyese a ello en ningún caso la maniobra sexual que nos ocupa. Me creas o no, dicho temor no pasa de ser una creencia infundada sin base científica alguna.

Si lees con atención una vez más las respuestas que recibió la chavala que pretendía experimentar con su noviete, te percatarás de que las mujeres parecemos ser infinitamente más abiertas y receptivas a cualquier clase de nueva experiencia sexual, algo que no parece suceder con los hombres. Desde luego, y eso sí tiene una contrastada base científica, el masaje y la presión ejercidos sobre la próstata (a la que se llega a través del ano), produce un placer intenso, de calidad e intensidad muy distintas -tal vez superior -, a las fuentes de estimulación erógena "tradicionales". En pocas palabras, si el miedo te impide aventurarte a experimentar con una nueva fuente de placer, tú te lo pierdes.

Por descontado, mi dilatada experiencia amatoria incluye muchas y muy diversas anécdotas en relación a este tema. Voy a relatarte una de ellas, en las que el descubrimiento de la estimulación anal tuvo un papel más que relevante. Tal vez te sirva a ti, hombre que me lees, seguro de tus preferencias sexuales pero abierto al descubrimiento de nuevas fuentes de placer, para dejar de lado tus temores y lanzarte a ello confiadamente.




En el primer capítulo de mi libro "Ninfómana y puta" te hablé de cierto profesor universitario con el que mantuve una breve pero intensa relación durante mi época como estudiante de Antropología, a resultas de la cual dicho respetable personaje pareció enloquecer, abandonando a continuación a su familia y empezando a proclamar de viva voz su amor por mí por todo el campus, lo que me llevó al extremo de tener que largarme de allí y dejar colgada la carrera. Fue uno más de los incontables sujetos de ambos sexos sobre los que mi voracidad sexual, (absolutamente desbocada a tan temprana edad, sin el filtro que proporciona la experiencia), me lanzó sin control, aunque debo confesar que, como ocurrió con todos los demás, nada sentía por él, salvo gratitud por ayudarme a apagar mi furia vaginal, aunque fuese sólo temporalmente.





Se llamaba Ernesto, don Ernesto. Era uno de esos profesores "hueso", a los que los alumnos admiran, aborrecen y temen al mismo tiempo. Catedrático en su especialidad, se había labrado una sólida reputación en su círculo de iguales, a base de conferencias y publicaciones al más alto nivel. Lucía corbata de riguroso azul marino, fumaba en pipa y se hacía preparar un té a las cinco en punto, costumbre que había adquirido durante su estancia como profesor en Inglaterra. Vamos, un auténtico coñazo de tío. A pesar de todo, estaba bueno, debo confesarlo, aunque su atractivo palidecía ante la impresión que nos causaba.

Nuestros caminos se cruzaron un mal día de marzo. Don Ernesto impartía una asignatura semestral en la que me había matriculado, a pesar del pavor que nos inspiraba a mí y a todos mis compañeros de curso. A la semana de empezar las clases, el muy cabrón nos anunció que teníamos examen al día siguiente. Pasé la noche en blanco,  inflándome a cafés y coca-cola y dejándome el alma para intentar empaparme a toda pastilla del saber contenido en decenas de páginas de apuntes. A media mañana, hecha un manojo de nervios, casi vencida por el sueño y el cansancio, me enfrenté al maldito examen. Suspendí. como la gran mayoría de los integrantes del aula.

Con la perspectiva del tiempo, veo aquel examen como un simple ejercicio de marcado de territorio, cuyo objeto era dejar bien clarito quién mandaba en el aula. Sin embargo, a mí me supo a cuerno quemado, tanto por mi magnífico expediente hasta ese momento como por el esfuerzo realizado la noche anterior a la prueba. De modo que hice lo que cualquiera en mi lugar habría hecho: vengarme.




Estaba solo, cómodamente recostado sobre el butacón de piel marrón de su despacho, esperando cual araña hambrienta a que algún estudiante incauto osase pisar aquel lugar para revisar su examen con la fútil esperanza de que el gran hombre accediera a modificar la nota. Me deslicé frente a su mesa, cerrando la puerta tras de mí.

- Caramba, la señorita Irma... ¡qué inesperado placer! - me espetó don Ernesto, remarcando cada letra de mi nombre al pronunciarlo.

"Inesperado es lo que te va a pasar a ti, so capullo" - me dije interiormente, resuelta a darle su merecido. 

- Se ha portado usted muy mal con nosotros... - le solté directamente a la cara.
- ¿Cómo dices? - respondió, completamente estupefacto.
- Que has sido un niño malo... - volví a insistir, rodeando el escritorio y situándome a su lado - y a los niños malos se les castiga.

Pagaría una millonada por que pudieses ver la cara que puso. Si le pinchan no le sale sangre. Me la estaba jugando a lo grande, pero soy dada a dejarme llevar por los impulsos, de modo que no me paré a pensar en lo que hacía. Me senté a horcajadas sobre sus piernas y cogí su corbata, tirando de ella hacia mí.




Le metí la lengua hasta la campanilla, al tiempo que frotaba mi vulva contra la incipiente erección que ya apuntaba hacia mí. Ni catedrático ni ostias. Cedió a la llamada de una hembra salvaje como cualquier otro mortal. Corrió a cerrar la puerta del despacho, y se aprestó a bajarse los pantalones, mientras yo me desprendía de mi faldita de cuadros. Puesta de rodillas ante él, me tragué su académica polla, sin dejar de mirarle a los ojos. 

Don Ernesto se dejó llevar, emitiendo leves gemidos y entrecerrando los ojos. Cuando menos lo esperaba, y todavía con su miembro en mi garganta, me dijo en tono de súplica:

- Méteme el dedo ahí, querida... por favor.

Paré de trabajársela al instante, de pura sorpresa. Era el primer tío que me pedía "eso", y mi profesor no era un hombre cualquiera, Se le presuponía una cierta "normalidad", habida cuenta de su nivel socio-económico y cultural, pero acababa de rogarme que le metiera un dedo por el culo. Acojonante.

No tuvo que pedírmelo dos veces. Le atravesé recto arriba con mi dedo índice, sin dejar de mamarle la verga, que con esta maniobra exacerbó hasta tal punto su rigidez que temí no fuera a estallarme en la boca. Los jadeos del catedrático alcanzaron un volumen que comprometía la clandestinidad de aquel polvo. Aunque inexperta, jugueteé con mi dedo, explorando los recovecos de aquel lugar desconocido, estimulando aquí y allá, y observando inmediatamente el efecto que producía.

Su orgasmo fue estremecedor, espasmódico y liberador. Derramó tal cantidad de semen sobre mí que tuve que correr a cambiarme de ropa al vestuario de deportes. Ignoro si aquélla fue "su primera vez", o si se trataba de una fantasía que había alimentado toda la vida, irrealizable con su señora. El caso es que pareció gozar de un modo especialmente intenso, como sólo el fruto prohibido te permite hacerlo.

Repetimos un par de veces más, y en todas las ocasiones volvió a pedírmelo. Me consta que jamás abandonó su heterosexualidad, al menos de forma pública.

Olvidaba comentarte que, finalmente, aprobé aquel examen.



















viernes, 18 de marzo de 2016

PUTERO, Y A MUCHA HONRA


Amsterdam, mayo de 2012


Quería verlo con mis propios ojos, a pesar de haber leído sobre ello decenas de veces en revistas como Interviu o Primera Línea. Alguien como yo, prostituta en activo con una notable trayectoria en el oficio y curiosa por naturaleza, tenía que dejarse caer por aquí tarde o temprano. Avanzando a duras penas junto a la marea humana que colapsaba las callejuelas del Barrio Rojo de la capital holandesa, miraba embobada aquellas criaturas enjauladas tras los ventanales, cuyas vestimentas no dejaban lugar a dudas sobre la mercancía que ofrecían.




Miré a mi alrededor, sin tener claro qué esperaba encontrar. Me rodeaba un sinnúmero de hombres y mujeres de todas las edades y, probablemente también -a juzgar por su apariencia-, de muy diversas nacionalidades. Eran turistas, en su gran mayoría, que contemplaban y fotografiaban a aquellas putas de exposición sin el menor pudor, como hubiesen hecho con cualquier animalejo privado de libertad en un zoo. Intenté focalizar mi atención en el personaje que, sin duda, debía de pulular más o menos discretamente entre ellos: el putero.  No tardé en localizar a los tres primeros, con los que pude esbozar un perfil improvisado: hombre solo (entendiéndose como tal "no acompañado en ese momento", independientemente de su estado civil), entre cuarenta y sesenta años de edad, aspecto exterior bien cuidado, nivel económico y social medio-alto. Decidí seguir a uno de ellos, y observar su comportamiento, como si estuviese filmando al protagonista de un documental del mundo animal.




Tras dudar unos instantes, el caballero, un cincuentón de incipiente calvicie y evidente sobrepeso, pareció decidirse por uno de las decenas de locales de alterne de la zona. Se detuvo de repente, apenas unos segundos, frente a la puerta de entrada, haciendo algo con sus manos. No me costó adivinar lo que intentaba conseguir: despojarse de su anillo de casado. Una vez liberado del simbólico yugo de aquel humilde aro de metal, se adentró en el burdel. Tardó tan sólo veinte minutos en salir, recomponerse camisa y pantalones y devolver la sortija a su sacrosanto alojamiento, encaminando sus pasos a continuación -con toda seguridad- al domicilio conyugal, satisfecho y con una sonrisa bobalicona en el rostro.






Una vez hube detectado al primer ejemplar, los demás cayeron como moscas. Mis ojos eran ya capaces de ver al árbol dentro del bosque. A cada paso que daba, un varón similar al primero se apostaba frente a un ventanal, dudaba, se quitaba el anillo y entraba. 

Mi pequeña investigación finalizó con la misma conclusión a la que había llegado varios años antes: la afición a "irse de putas"  no entiende de nacionalidades, de fronteras o ni tan siquiera de culturas, y el putero, el cliente de las que comerciamos con nuestro cuerpo es, eminentemente -me atrevería a decir "casi siempre"-, un hombre casado. Me fijé como objetivo personal y profesional dilucidar, en los tiempos venideros, qué mueve a los hombres a dedicar parte del presupuesto familiar al alivio de sus bajas pasiones lejos de la hembra a la que un cura unió en matrimonio.


Barcelona, septiembre de 2013


No confiaba en hacer ninguna otra salida aquel sábado por la tarde. Por experiencia, hasta entrada la medianoche, no empezaban a entrar llamadas de clientes. Sin embargo, para mi sorpresa, el móvil empezó a tintinear y vibrar como si no hubiese un mañana. Una voz recia, casi oxidada, me interpeló con la consabida fórmula, un guión pregunta-respuesta tan manido y rutinario que debía de contar, sin duda alguna, con siglos de existencia:


- ¿Hola?... llamaba por el anuncio, el de Internet.
- Sí, cariño, pues sólo hago salidas... ¿te interesa?
- Sí, claro... bueno, depende del precio...
- Son doscientos la media hora, y trescientos una hora completa.
- ¡Coño, qué caro!, ¿pero por qué cuesta tanto?
- ¡Ay, amor!, si aceptas mis servicios, no te vas a limitar a echar un mal polvo, para eso están las putas callejeras. Si pruebas conmigo, no volverás a desear follar con nadie que no sea yo, aunque para eso tengas que salir a la calle a robar.


Llegados a este punto de la conversación, se hizo el silencio, aquel previsible y largo silencio. Me imaginé al posible cliente apoltronado en la butaca del salón familiar, pegado al teléfono, echando cuentas mentalmente para determinar hasta qué punto podía desviar aquel importante capital del presupuesto doméstico sin ser detectado.




Tras aquella pausa tensa, la mitad de los clientes colgaba el teléfono, sin despedirse siquiera, después de decidir que no podían pagar mis tarifas.

- Hecho, pero debería ser ahora mismo, sólo dispongo de un par de horas libres. Te doy la dirección.

Un casado, sin lugar a dudas, de la categoría kamikaze, aquellos dispuestos a traer una puta a casa en ausencia de su mujer. Me acicalé a toda prisa, pertrechándome con los complementos propios de mi profesión. En veinte minutos, un taxi me dejaba en la dirección facilitada por el putero. El edificio de viviendas no evidenciaba una renta personal opulenta de los vecinos que las ocupaban. Llamé al timbre del portero automático y me abrieron sin contestar. Una vez en el rellano del tercer piso, desde una puerta entreabierta, la voz oxidada de antes me apremió para que entrara, susurrando nerviosa:

- Corre, corre, entra ya...

El bendito pretendía que aquella cana al aire pasara inadvertida a los vecinos de la respetable comunidad que le acogía, algo del todo punto imposible, habida cuenta de mis zapatos rojos de tacón alto, a juego con el bolso y mi lápiz de labios, también de un rojo intenso, signos inequívocos, públicos y notorios de la forma en que me ganaba la vida.

Pagó religiosamente, incluso antes de saludarme, dejando completamente claro que conocía el protocolo y que no era la primera vez que acudía a una profesional. Le desvestí sin dejar de mirarle a los ojos, humedeciéndome los labios mientras le susurraba las guarradas más atrevidas que probablemente jamás había escuchado. Le eché la mano al paquete, y enloqueció al instante. Cuando me arrodillé frente a él, y engullí su miembro, forzando la entrada para tragármelo entero, pareció que no aguantaría mucho sin eyacular. En ese momento, aunque te suene extraño, los días vividos en Amsterdam desfilaron ante mis ojos. Tenía en mi boca la polla de un putero casado: ¿qué le había llevado a contratarme?, ¿qué esperaba de mí?, ¿qué le ofrecía una puta que su esposa no le estuviera dando?

No permití que se corriera. De hecho, cuando había estado a punto de hacerlo, me miró con los ojos casi fuera de sus órbitas, como diciéndome "¡cuidado, estoy a punto de derramarme en tu boca!", algo que -me apostaría un ovario-, su compañera de vida jamás le había permitido hacer. La mayoría de esposas, imagino, presas de la rutina, el cansancio y el aburrimiento, se toman el coito como una obligación doméstica más, y al igual que la colada o la cocina, cuanto antes se finiquiten, pues mejor, sin florituras, preliminares o "postliminares" innecesarios. Yo soy una buena profesional, la mejor que conozco, aquel hombre había pagado una buena pasta por gozar de mí, y yo no estaba dispuesta a comportarme como si fuera su esposa. El placer se prolongaría mucho más allá de lo que mi cliente jamás había experimentado.




Sin darle explicaciones, después de aquella mamada soberbia, me tumbé boca abajo sobre la cama matrimonial -otro craso error del putero-, y exclamé:

- ¡Y ahora me vas a clavar esa jodida verga en el culo!

Casi se cae al suelo de la impresión. Acababa de ofrecerle, por el mismo precio, romper otro de los tabúes de la sexualidad conyugal: el sexo anal. No creo que existan estadísticas fiables sobre esta práctica dentro del matrimonio, pero me atrevería a afirmar que es tan infrecuente como tragarse el semen de la pareja. Y también me aventuraría a asegurar que el tabú, aquello prohibido, lo que se te niega sin debate alguno, es lo que más íntimamente se anhela, convirtiéndose en objeto de tus fantasías y empujándote a satisfacerlo clandestinamente, aunque sea previo pago.

Mi cliente se aprestó a encapucharse el miembro, y se abalanzó sobre mí. Hecho un manojo de nervios, tanto por la abrumadora perspectiva de dar por culo por vez primera, como por el inminente retorno de su esposa a casa, no atinó con mi ano, y me la metió donde siempre lo había hecho, desperdiciando una ocasión histórica para él. Se corrió a la velocidad del rayo, y a igual velocidad se despidió de mí y me hizo marchar, no sin antes deshacerse en elogios por el buen rato que había pasado, y prometiendo repetir en cuanto pudiera volver a sisar doscientos eurazos.




De vuelta a mi piso, caminando por las Ramblas, no dejaba de darle vueltas al asunto. Las mercenarias del amor somos uno de los grupos más estigmatizados de la sociedad. Sin embargo, ¿se ha parado alguien a pensar en la labor social que llevamos a cabo?, ¿cuántos matrimonios se habrán salvado gracias a la satisfacción que procuramos a los maridos, placer que sus esposas no saben, no pueden o no quieren ofrecerles? Una estadística contrastada afirma que la media de coitos conyugales en España es de una vez cada quince días. Pregunta a un varón de mediana edad cuántas veces querría hacerlo,y te aseguro que la frecuencia sería muy superior a ésa, y con una variedad sexual infinitamente mayor, huyendo de la rutina del misionero.

Sea como fuere, yo sigo con lo mío, al servicio de mis clientes, sanando su vida sexual.

Un besazo morboso.