viernes, 18 de marzo de 2016

PUTERO, Y A MUCHA HONRA


Amsterdam, mayo de 2012


Quería verlo con mis propios ojos, a pesar de haber leído sobre ello decenas de veces en revistas como Interviu o Primera Línea. Alguien como yo, prostituta en activo con una notable trayectoria en el oficio y curiosa por naturaleza, tenía que dejarse caer por aquí tarde o temprano. Avanzando a duras penas junto a la marea humana que colapsaba las callejuelas del Barrio Rojo de la capital holandesa, miraba embobada aquellas criaturas enjauladas tras los ventanales, cuyas vestimentas no dejaban lugar a dudas sobre la mercancía que ofrecían.




Miré a mi alrededor, sin tener claro qué esperaba encontrar. Me rodeaba un sinnúmero de hombres y mujeres de todas las edades y, probablemente también -a juzgar por su apariencia-, de muy diversas nacionalidades. Eran turistas, en su gran mayoría, que contemplaban y fotografiaban a aquellas putas de exposición sin el menor pudor, como hubiesen hecho con cualquier animalejo privado de libertad en un zoo. Intenté focalizar mi atención en el personaje que, sin duda, debía de pulular más o menos discretamente entre ellos: el putero.  No tardé en localizar a los tres primeros, con los que pude esbozar un perfil improvisado: hombre solo (entendiéndose como tal "no acompañado en ese momento", independientemente de su estado civil), entre cuarenta y sesenta años de edad, aspecto exterior bien cuidado, nivel económico y social medio-alto. Decidí seguir a uno de ellos, y observar su comportamiento, como si estuviese filmando al protagonista de un documental del mundo animal.




Tras dudar unos instantes, el caballero, un cincuentón de incipiente calvicie y evidente sobrepeso, pareció decidirse por uno de las decenas de locales de alterne de la zona. Se detuvo de repente, apenas unos segundos, frente a la puerta de entrada, haciendo algo con sus manos. No me costó adivinar lo que intentaba conseguir: despojarse de su anillo de casado. Una vez liberado del simbólico yugo de aquel humilde aro de metal, se adentró en el burdel. Tardó tan sólo veinte minutos en salir, recomponerse camisa y pantalones y devolver la sortija a su sacrosanto alojamiento, encaminando sus pasos a continuación -con toda seguridad- al domicilio conyugal, satisfecho y con una sonrisa bobalicona en el rostro.






Una vez hube detectado al primer ejemplar, los demás cayeron como moscas. Mis ojos eran ya capaces de ver al árbol dentro del bosque. A cada paso que daba, un varón similar al primero se apostaba frente a un ventanal, dudaba, se quitaba el anillo y entraba. 

Mi pequeña investigación finalizó con la misma conclusión a la que había llegado varios años antes: la afición a "irse de putas"  no entiende de nacionalidades, de fronteras o ni tan siquiera de culturas, y el putero, el cliente de las que comerciamos con nuestro cuerpo es, eminentemente -me atrevería a decir "casi siempre"-, un hombre casado. Me fijé como objetivo personal y profesional dilucidar, en los tiempos venideros, qué mueve a los hombres a dedicar parte del presupuesto familiar al alivio de sus bajas pasiones lejos de la hembra a la que un cura unió en matrimonio.


Barcelona, septiembre de 2013


No confiaba en hacer ninguna otra salida aquel sábado por la tarde. Por experiencia, hasta entrada la medianoche, no empezaban a entrar llamadas de clientes. Sin embargo, para mi sorpresa, el móvil empezó a tintinear y vibrar como si no hubiese un mañana. Una voz recia, casi oxidada, me interpeló con la consabida fórmula, un guión pregunta-respuesta tan manido y rutinario que debía de contar, sin duda alguna, con siglos de existencia:


- ¿Hola?... llamaba por el anuncio, el de Internet.
- Sí, cariño, pues sólo hago salidas... ¿te interesa?
- Sí, claro... bueno, depende del precio...
- Son doscientos la media hora, y trescientos una hora completa.
- ¡Coño, qué caro!, ¿pero por qué cuesta tanto?
- ¡Ay, amor!, si aceptas mis servicios, no te vas a limitar a echar un mal polvo, para eso están las putas callejeras. Si pruebas conmigo, no volverás a desear follar con nadie que no sea yo, aunque para eso tengas que salir a la calle a robar.


Llegados a este punto de la conversación, se hizo el silencio, aquel previsible y largo silencio. Me imaginé al posible cliente apoltronado en la butaca del salón familiar, pegado al teléfono, echando cuentas mentalmente para determinar hasta qué punto podía desviar aquel importante capital del presupuesto doméstico sin ser detectado.




Tras aquella pausa tensa, la mitad de los clientes colgaba el teléfono, sin despedirse siquiera, después de decidir que no podían pagar mis tarifas.

- Hecho, pero debería ser ahora mismo, sólo dispongo de un par de horas libres. Te doy la dirección.

Un casado, sin lugar a dudas, de la categoría kamikaze, aquellos dispuestos a traer una puta a casa en ausencia de su mujer. Me acicalé a toda prisa, pertrechándome con los complementos propios de mi profesión. En veinte minutos, un taxi me dejaba en la dirección facilitada por el putero. El edificio de viviendas no evidenciaba una renta personal opulenta de los vecinos que las ocupaban. Llamé al timbre del portero automático y me abrieron sin contestar. Una vez en el rellano del tercer piso, desde una puerta entreabierta, la voz oxidada de antes me apremió para que entrara, susurrando nerviosa:

- Corre, corre, entra ya...

El bendito pretendía que aquella cana al aire pasara inadvertida a los vecinos de la respetable comunidad que le acogía, algo del todo punto imposible, habida cuenta de mis zapatos rojos de tacón alto, a juego con el bolso y mi lápiz de labios, también de un rojo intenso, signos inequívocos, públicos y notorios de la forma en que me ganaba la vida.

Pagó religiosamente, incluso antes de saludarme, dejando completamente claro que conocía el protocolo y que no era la primera vez que acudía a una profesional. Le desvestí sin dejar de mirarle a los ojos, humedeciéndome los labios mientras le susurraba las guarradas más atrevidas que probablemente jamás había escuchado. Le eché la mano al paquete, y enloqueció al instante. Cuando me arrodillé frente a él, y engullí su miembro, forzando la entrada para tragármelo entero, pareció que no aguantaría mucho sin eyacular. En ese momento, aunque te suene extraño, los días vividos en Amsterdam desfilaron ante mis ojos. Tenía en mi boca la polla de un putero casado: ¿qué le había llevado a contratarme?, ¿qué esperaba de mí?, ¿qué le ofrecía una puta que su esposa no le estuviera dando?

No permití que se corriera. De hecho, cuando había estado a punto de hacerlo, me miró con los ojos casi fuera de sus órbitas, como diciéndome "¡cuidado, estoy a punto de derramarme en tu boca!", algo que -me apostaría un ovario-, su compañera de vida jamás le había permitido hacer. La mayoría de esposas, imagino, presas de la rutina, el cansancio y el aburrimiento, se toman el coito como una obligación doméstica más, y al igual que la colada o la cocina, cuanto antes se finiquiten, pues mejor, sin florituras, preliminares o "postliminares" innecesarios. Yo soy una buena profesional, la mejor que conozco, aquel hombre había pagado una buena pasta por gozar de mí, y yo no estaba dispuesta a comportarme como si fuera su esposa. El placer se prolongaría mucho más allá de lo que mi cliente jamás había experimentado.




Sin darle explicaciones, después de aquella mamada soberbia, me tumbé boca abajo sobre la cama matrimonial -otro craso error del putero-, y exclamé:

- ¡Y ahora me vas a clavar esa jodida verga en el culo!

Casi se cae al suelo de la impresión. Acababa de ofrecerle, por el mismo precio, romper otro de los tabúes de la sexualidad conyugal: el sexo anal. No creo que existan estadísticas fiables sobre esta práctica dentro del matrimonio, pero me atrevería a afirmar que es tan infrecuente como tragarse el semen de la pareja. Y también me aventuraría a asegurar que el tabú, aquello prohibido, lo que se te niega sin debate alguno, es lo que más íntimamente se anhela, convirtiéndose en objeto de tus fantasías y empujándote a satisfacerlo clandestinamente, aunque sea previo pago.

Mi cliente se aprestó a encapucharse el miembro, y se abalanzó sobre mí. Hecho un manojo de nervios, tanto por la abrumadora perspectiva de dar por culo por vez primera, como por el inminente retorno de su esposa a casa, no atinó con mi ano, y me la metió donde siempre lo había hecho, desperdiciando una ocasión histórica para él. Se corrió a la velocidad del rayo, y a igual velocidad se despidió de mí y me hizo marchar, no sin antes deshacerse en elogios por el buen rato que había pasado, y prometiendo repetir en cuanto pudiera volver a sisar doscientos eurazos.




De vuelta a mi piso, caminando por las Ramblas, no dejaba de darle vueltas al asunto. Las mercenarias del amor somos uno de los grupos más estigmatizados de la sociedad. Sin embargo, ¿se ha parado alguien a pensar en la labor social que llevamos a cabo?, ¿cuántos matrimonios se habrán salvado gracias a la satisfacción que procuramos a los maridos, placer que sus esposas no saben, no pueden o no quieren ofrecerles? Una estadística contrastada afirma que la media de coitos conyugales en España es de una vez cada quince días. Pregunta a un varón de mediana edad cuántas veces querría hacerlo,y te aseguro que la frecuencia sería muy superior a ésa, y con una variedad sexual infinitamente mayor, huyendo de la rutina del misionero.

Sea como fuere, yo sigo con lo mío, al servicio de mis clientes, sanando su vida sexual.

Un besazo morboso.